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lunes, 5 de febrero de 2018

El Carnaval de Venecia


El Carnaval de Venecia, una antigua fiesta de magia y tradición que aún perdura
por: Flavia Tomaello - para: Clarin.com

 Cien profundas soledades forman juntas la ciudad de Venecia” decía Nietzsche. En Venecia reluce el espíritu rococó deslucido dentro de una neblina misteriosa de un pasado muy presente. Venecia, un gran teatro. Y mucho más todavía a fines de enero, cuando se celebra el Carnaval. Sus habitantes, que son esquivos todo el año -sobre todo con los 30 millones de turistas que curiosean su tierra-toman otra actitud para esta época. Invaden las calles, con máscaras y trajes, y hasta pelean por ser fotografiados. Caprichos de estrella que sólo en la gala del Carnaval se sienten en el papel de sus vidas.



En medio de una ciudad que se hunde en el Adriático 2 milímetros por año, el Carnaval altera la rutina. Para abrir la celebración todos participan del Festival de Venecia, un evento que cada temporada transforma al Rio di Cannaregio en un escenario en el agua. Para el artesano Gualtiero Dall’Osto, “cada persona saca la máscara que lleva dentro. Es como convertirse en actor, rastrear dentro de sí mismo otras personalidades y exponerlas a la vista pública. Eso es lo que intentamos expresar quienes las hacemos”. El veneciano común viaja al trabajo con sus máscaras, organiza fiestas a puertas cerradas, y se vuelca a las calles. Es el momento en que el puente de los Suspiros siente celos.

 

 

Lo llevan en la piel y en siglos de historia. En 1299, bajo el gobierno del dux Pietro Gradenigo -máxima autoridad de la República de Venecia- Christopher Tolive, uno de sus secretarios, tuvo la “inclusiva” idea de permitir a la población acomodada mezclarse con “el vulgo”. Así dio origen al carnaval. El disfraz era la clave para ocultar identidades.

El mundo de los negocios de la Serenssima ha hecho historia entre puentes y canales. Ocultarse detrás de capas, sombreros y máscaras era un salvoconducto a la fortuna non santa. Los venecianos llegaron a estar más tiempo de incógnito que a cara descubierta. Durante el siglo XVIII fue su expresión más barroca. Había seis meses de festejos y de lujuria. Bajo la ocupación de Napoleón, a partir de 1797, lo prohibieron por temor a las conspiraciones que podían tejerse detrás de las máscaras.

 
 
Después de un tiempo lo habían limitado a tres meses al año. En cualquier caso, la festividad remite a la siempre a la magia, el deterioro y la decadencia del espíritu tradicional veneciano. Federico Fellini, con su “Casanova” de 1976, hizo renacer la nostalgia del Carnaval. Y ya para 1979, había regresado de un modo más práctico.
         
Justamente, en la muestra de este año, la inspiración es “La Strada” de Fellini, bajo la concepción del director artístico Marco Maccapan: “El carrusel de caballos, el acróbata, los payasos, los animales exóticos... “, se esmera en enumerar. Todos navegan sobre un riacho de metro y medio de profundidad.

La instalación fue concebida por el escenógrafo del Teatro La Fenice, Massimo Checchetto con elementos del circo italiano Togni, que se distinguen por las líneas amarillas y rojas, y que ha utilizado Fellini. “En el mundo del circo, se juega con la realidad, transformándola en algo diferente e inesperado. Es la máxima expresión del juego de la vida. El espectáculo quiere ser una consagración del extraordinario poder creativo de cada veneciano”, dice.

 
 
La ciudad es una fiesta continua. En las calles y en las casas. Los bailes particulares se convierten en antros de pseudo desconocidos que acceden a ellas con invitaciones personales. Allí es imprescindible el disfraz, aunque las máscaras vuelen a los pocos minutos de ingresar, y el frenesí de los Bellini se extienda tanto como la danza hasta que la amenaza de la neblina clareando se hace notar.

La ciudad donde han emigrado más habitantes que los muertos durante la peste, y que -según los estudios demográficos- moriría en 2040, se convierte para los locales en tradiciones, disfraces, comida, máscaras, dulces, confeti y serpentinas, alegría y diversión, glamour y música. Vivir en alguna de las 118 islas de Venecia es no tener miedo a estar aislado. Animarse a reconocerse en una escenografía permanente y recorrerla con naturalidad. La ciudad se mueve al ritmo de la marea. Los puentes son paréntesis para saltear los canales.

 
 
En Venecia se camina mucho, se toma el vaporetto (el colectivo acuático) o el tragget (la góndola de los pobres). “Se disfruta del aire más puro de toda Europa -cuenta Nicola Tognon, vecino de Ca ‘Cendon- sin la contaminación del tránsito”.

El sábado se compra en el mercado del Rialto todo fresco, incluso el pescado traído desde la laguna esa misma madrugada. En los jardines de la Bienal se instalan los lecheros; en Dorsoduro el mercado flotante de fruta y verdura. La vida y la muerte andan en barco.

Se degusta un bocadillo en la clásica cicchettería veneciana (lugar para tomar aperitivos) frecuentada por Casanova, Do Mori, el especialista en tapas desde 1462. El bacaro, la taberna, es el living de todo veneciano. Siempre es hora para tomar un spritz: “el” aperitivo.

Se emigra a la Giudecca o a Castelo, sin turistas. Se pasea por los ex muelles a espaldas del Gran Canal y se concurre a las funciones de La Fenice. Los venecianos escuchan su ciudad: no sólo la ópera, también los postigos, la caricia sostenida de olas calmas, el taconeo a cualquier hora de la madrugada y las campanas. Se grita o se susurra.

 
 

Se come una versión del bacalao, los ñoquis de San Zeno, anchoas y cebollas también, según explica el ex pescador y hoy chef propietario de Bistro Ai Tini, Gianni Albanese: “Además de los caramelos del carnaval, las especies pasteleras para comer con máscara” Todo concluirá con el vuelo del Angel, un viaje aéreo que une el Campanario de la Piazza San Marco con el Palacio Ducal. Y mientras tanto, la fiesta del Carnaval sigue.


 
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